En “Los Idiotas” de Lars Von Trier (1993), un grupo de personas viven en un hogar en el cual todos fingen ser “idiotas” como forma de vida y muestra de inconformidad. Karen, una mujer solitaria y reservada, se une al grupo después de participar involuntariamente en una de sus intervenciones. Al final de la película, ella se fragmenta. Acaba de perder un hijo. Está evitando el duelo.
El duelo, del latín dolus (dolor), es la respuesta emotiva a la pérdida de alguien o de algo, o el conjunto de procesos psicológicos y psicosociales que siguen a la pérdida de una persona, objeto o condición, con la que el doliente estaba vinculado afectivamente.
La respuesta psicológica ante la pérdida ha sido objeto de estudio durante décadas. Destacan las investigaciones de Elisabeth Kübler-Ross, quien a finales de los años 60 define el duelo como un proceso dividido en fases. Las etapas establecidas por la autora son: fase de negación, fase de ira, fase de negociación, fase de tristeza y fase de aceptación. Tras la pérdida, estas se suceden de manera secuencial hasta recomponer el equilibrio inicial.
Más acertado parece Robert Neimeyer, un psicólogo de corte posmoderno, rechaza el modelo de fases por su rigidez y secuencialidad. Su propuesta se basa en procesos o desafíos que llevamos a cabo forma paralela, y en los que persona tiene un rol más proactivo. El primer desafío se denomina reconocer la realidad de la pérdida. Se trata de entender el impacto en nuestras vidas y las implicaciones de la pérdida en la nueva realidad. Abrirse al dolor constituye el segundo desafío. El dolor que conlleva el duelo puede llevar a la persona a emplear estrategias de evitación. Neimeyer enfatiza en la necesidad de lograr un equilibrio entre, por una parte, expresar a nivel emocional el duelo y, por otra parte, intentar sobreponerse y prestar atención a otros aspectos de nuestra vida. El tercer desafío, revisar nuestro mundo de significados, contiene un marcado carácter constructivista. La pérdida puede afectar a nuestro sistema de valores y creencias, es decir, nuestra forma de concebir el mundo. En el cuarto desafío, reconstruir la relación con lo que se ha perdido, tratamos de re-elaborar nuestro vínculo con aquello perdido. Es decir, en caso de muerte de un ser querido, se trataría de transformar sus recuerdos, de convertir una relación basada en la presencia física en otra basada en la conexión simbólica. En el último desafío, reinventarnos a nosotros mismos, trata el cambio interior que sufrimos a partir de la pérdida y la consiguiente reconstrucción en los significados más nucleares, aquellos que afectan a nuestra identidad.
La pérdida
Arnaldo Pangrazzi, un teólogo italiano estudioso (sí, un cura), describe la pérdida en una gran cantidad de formas que pueden ser condensadas en cinco bloques. La pérdida de la vida, es decir la muerte, ya sea la propia o la de un ser querido, dota al duelo de un carácter particular por su brutalidad y su irreversibilidad. En otros tipos de pérdidas existe la posibilidad de redención o reencuentro. Desde la muerte no hay retorno. La pérdida no siempre está vinculada a la muerte. El segundo bloque sería aquel compuesto por la pérdida de aspectos de uno mismo; considerando aquellas disminuciones físicas, referidas a partes de nuestro cuerpo, incluidas las capacidades sensoriales, cognitivas, motoras o psicológicas. El bloque tercero refiere las pérdidas materiales; incluimos en este tipo de pérdidas al trabajo, la capacidad económica, pertenencias y objetos. El cuarto bloque incluye aquellas pérdidas emocionales, como son las rupturas de pareja o de amistad. Por último, cabría mencionar las perdidas ligadas al ciclo vital, que son aquellas ligadas al paso del tiempo; el fin de la infancia, adolescencia, juventud o vida adulta.
Formas de duelo complicado o patológico
El duelo varía de acuerdo con variables personales, familiares y culturales. Estos aspectos son cruciales y otorgan un perfil único a cada proceso de duelo. Por tanto, realmente no existe un tipo único de duelo adecuado. Debemos tener cuidado con la etiquetación clínica de aquellas respuestas emocionales que no responden a un patrón normativo. Podríamos patologizar la respuesta emocional a un evento vital tan común como la pérdida.
Existen varias formas de duelo complicado, también llamado patológico. Una de las clasificaciones que más consenso ha adquirido establece cuatro subtipos:
Tal vez la forma más común es el duelo crónico, cuando el tiempo pasa y la persona no se adapta a la nueva situación. Arrastra un fardo de dolor que se cronifica e incluso se llega a normalizar.
Otra forma es el duelo exacerbado, cuando el dolor es tan intenso que pone en riesgo la propia integridad. El doliente se siente desbordado y son habituales el consumo excesivo de alcohol u otras sustancias, centrarse obsesivamente en el trabajo, o cualquier conducta que le permita sobrellevar el dolor. Los signos de duelo exacerbado son similares a los de un episodio depresivo o un trastorno de ansiedad.
En el duelo enmascarado, el doliente manifiesta cambios conductuales, cognitivos o emocionales sin relación consciente con el duelo. Por ejemplo, puede experimentar síntomas físicos similares a los del fallecido o problemas psicopatológicos sin ser consciente de que su malestar se relaciona con el duelo no resuelto.
El duelo retrasado o retardado
El duelo retrasado, también llamado retardado o pospuesto, se da cuando inmediatamente tras la pérdida el doliente no presenta apenas respuesta emocional. Pasado un tiempo, experimenta una fuerte carga emocional, generalmente ante algún detonante que reabre la herida. Esta evitación inicial del duelo puede relacionarse con aspectos culturales, familiares o puramente psicológicos.
Todavía en tiempos actuales masculinidad y vulnerabilidad son conceptos antitéticos. Algunos hombres pueden contener el dolor y mitigan su respuesta emocional ante la pérdida. El temor a ser percibidos como débiles, o simplemente una escasa competencia para reconocer las propias emociones podrían sustentar una contención emocional que, más adelante y en otro contexto, repercute en dificultades para adaptarse a la nueva situación. La contención no es patrimonio de la población masculina. Aquellas personas con querencia al control y escasa tolerancia a su propia vulnerabilidad tienden a evitar el dolor.
Es común que cuando la pérdida se da en un entorno familiar, aquella erigida como persona más fuerte, no se permita fragmentarse ante la pérdida por la obligación, en muchas ocasiones autoimpuesta, de cuidar del otro.
Recuerdo un paciente de hace unos años, llamémoslo M. Se trataba de un hombre en la cincuentena, vivía solo, estaba satisfecho con su trabajo y tenía un buen tejido social y afectivo. M. presentaba un estado anímico decaído y episodios ansiosos frecuentes. Pasadas unas sesiones compartió que había perdido a su perro en un accidente de coche hacía un año. Los estados ansiosos, agudos y exacerbados, habían comenzado con la llegada de un cachorro a la casa de sus vecinos. M. en su día, no se permitió reaccionar emocionalmente ante la pérdida de su perro. Al fin y al cabo, “era solo un animal”.
La evitación del duelo también puede partir de la negación de la pérdida por circunstancias particulares. La relación con aquel que nos abandona puede no ser pública o el afecto no enteramente correspondido. Otra situación común se da en aquellas rupturas de pareja en las que se inicia una relación de manera inmediata. El duelo se sortea con el inicio de un nuevo vínculo. La respuesta emocional ante la perdida se pospone y la reacción posterior es difícilmente entendible.
David Martín Escudero