En estos tiempos de coronavirus, encontramos referencias al trauma, la resiliencia y el crecimiento postraumático en cada sopa. Disminuyen las voces que anticipaban un futuro distópico y aumentan aquellas que anuncian las posibles bondades de una sociedad cambiada por la pandemia.
En un mundo cada vez más global, hace no tanto observamos a un Trump iluminado tildando el covid-19 de gripe común y negando los datos de mortalidad aportados por la OMS. Algunos vimos a un desatado Boris Johnson (cuyo pelo cada vez se parece más al de Trump) urgiendo a los británicos a que se preparasen para perder a sus seres queridos durante su fugaz estrategia “squash the sombrero”. También a dirigentes españoles de medio pelo (con hordas de rancios/as votantes) venciendo al virus chino con anticuerpos españoles. O a rescoldos de artistas engullidos por su propio ego negando la existencia del virus.
Representan diferentes formas de lidiar con la crisis. Son ejemplos que aglutinarán pocas o ningunas posibilidades de crecimiento postraumático. Algunos se situaron en la negación y otros muchos en el catastrofismo. Aquellos que infravaloraron el peso del virus han tenido dificultades para aceptar sus consecuencias, fuesen contagiados o no. Aquellos que magnificaron sus implicaciones tampoco están adaptándose fácilmente a la nueva situación. Rumiar de manera continuada un futuro catastrófico de pérdida y destrucción sólo genera angustia y desesperanza. Tampoco ayuda anticipar las bondades de una sociedad más sabia, solidaria y amable tras la crisis. Al fin y al cabo, dimensionar el problema de una forma adecuada es el primer reto al que debemos enfrentarnos.
En el ámbito de la psicología, la resiliencia denota aquella cualidad de las personas para resistir y rehacerse ante situaciones traumáticas o de pérdida. El trauma psicológico se define por la vivencia de un evento que amenaza profundamente la vida o seguridad de un individuo y la consecuencia de ese evento en su estructura mental y emocional. El término ‘crecimiento postraumático’, acuñado por Calhoun y Tdeschi a finales de los 90, referiría la evolución psicológica positiva que una persona puede emprender a partir del trauma. El crecimiento postraumático no sólo hace referencia a la capacidad para lidiar con la adversidad, sino al cambio positivo que se puede producir como su consecuencia. La diferencia entre resiliencia y crecimiento postraumático radica en que la primera es una competencia o capacidad mientras que el segundo es un proceso resultado de la asimilación de la experiencia.
Para apelar al crecimiento postraumático tras el coronavirus debe existir trauma. Y no, no todos estamos traumados. El impacto de la pandemia varía cualitativa y cuantitativamente en cada persona, a algunos han tenido que lidiar con la pérdida con un duelo restringido, y otros sólo de manera indirecta. Asumir el crecimiento postraumático global en la nueva normalidad podría adolecer de reduccionismo e ingenuidad.
Algunos estudios, partiendo de las bases de la psicología positiva, arrojan datos muy prometedores. No creo que deban ser rechazados frontalmente, sin embargo, tienden a sobreestimar el crecimiento postraumático. Especialmente porque los resultados corresponden a la valoración subjetiva del encuestado en muestras de población general, y no a valoraciones más exhaustivas en población clínica, que realmente cumpla los criterios de trauma. Paradójicamente, se puede llegar a patologizar la normal reacción de sufrimiento equiparándolo al trauma. Y trauma, realmente, lo sufren unos pocos. El resto reaccionamos con emociones más o menos adaptativas, como son la tristeza, la angustia, la rabia o la amargura.
El trauma implica una experiencia de fragmentación. Sin embargo, en una gran mayoría, la pandemia ha impactado simplemente elevando los niveles de estrés o afectando nuestro estado anímico. El entorno es amenazante y nuestro cuerpo responde con estados de vigilancia o alerta. A priori, pueden ser útiles y adaptativos en la medida que indican que debemos prestar atención, que debemos atender a las nuevas demandas del entorno y adecuar nuestras rutinas.
El aislamiento y las restricciones han mutilado el esqueleto con el que vertebrábamos nuestras vidas. Aquellos que viven solos se enfrentaron a largos días de convivencia con sus cuatro paredes. Sin embargo, no debemos olvidar, que aquellos núcleos familiares (o unidades de convivencia) de varios miembros tuvieron que adaptarse a una convivencia continuada y sin apenas respiros.
El optimismo y el humor son recursos muy preciados y debemos utilizarlos. Eso sí, no es el momento para seguir a Mister Wonderful a pies juntillas. La situación es complicada y debemos confrontarla, en ese proceso debemos dejar espacio para sentir miedo, rabia o frustración. Obsesionarnos con mantener una actitud positiva puede traer sentimientos de culpa, vergüenza o frustración ante los incombustibles pensamientos llamados negativos. Al fin y al cabo, debemos encontrar nuestro propio equilibrio entre la aceptación de aquello que no depende de nuestro control y la actuación en aquello sobre lo que tenemos capacidad de impacto.
Es pronto para apelar al crecimiento postraumático tras el coronavirus, en muchos casos no hay trauma. Todavía no somos conscientes ni hemos digerido el impacto que tendrá el covid-19 en nuestras vidas. No obstante, podemos plantear la resiliencia como una cualidad que podría facilitar el proceso de adaptación y recuperación tras la crisis. Y para ello, debemos prepararnos para explorar nuestras prioridades vitales e identificar posibilidades de crecimiento. Tras la tormenta, tendremos que plantear estrategias para recuperarnos, o incluso resurgir fortalecidos. Mantener una fe incorruptible en el manido “de esta saldremos mejores” no garantiza el cambio. Lo que no mata no siempre hace más fuerte y una experiencia estresante per se no ofrece una mayor sabiduría, fortaleza o desarrollo personal.
David Martín Escudero