“Llevaba más de una semana encerrado en el hotel, temeroso de telefonear a alguien o de salir de la habitación; y mi corazón se desbocaba al oír hasta el ruido más inocente: el timbre del ascensor, el traqueteo del carrito del minibar, incluso las campanas de las iglesias dando las horas.”
El Jilguero, Donna Tartt
Freud acuña el término ansiedad flotante como el síntoma principal de la neurosis de angustia, explicando su casuística en la represión de una libido no satisfecha. Freud y el sexo una vez más. Sin embargo, el austriaco da en el clavo al diferenciar este tipo de ansiedad de aquella vinculada a causas explícitas, como es el caso del estrés agudo o las fobias. Inicialmente también referida como expectante, la ansiedad flotante constituye una espera tensa ante un peligro difuso. Cuando sentimos este tipo de ansiedad, no sabemos bien qué nos preocupa, nos cuesta definir a qué tenemos miedo. Predispuestos a un peligro implícito y vago, sentimos la piel fina, indefensos ante nosotros mismos, el entorno o el otro. Muchos la definen como un lastre, o como una sombra pesada e insidiosa.
La respuesta ansiosa
Imagine un conejo paciendo tranquilo y seguro en un prado. De repente, otea el horizonte y ve un milano. El conejo, de manera involuntaria e inmediata, acelera su ritmo cardiaco, aumenta frecuencia respiratoria, capacidad pulmonar, incrementa su tensión muscular y temperatura corporal. Sufre una hiperactivación fisiológica que facilita una respuesta rápida y explosiva. Huye raudo a su madriguera y salva el pellejo. Estos cambios, componen una respuesta adaptativa. Ante la amenaza se produce una activación del sistema nervioso simpático que permite una respuesta más eficaz de lucha o huida.
La ansiedad constituye una respuesta innata ante la percepción de amenaza. Generalmente existe un detonante, una suerte de depredador que pone en riesgo nuestra seguridad. Esta amenaza no tiene que estar presente, podemos idearla; puede ser un escenario temido o la evocación de una experiencia dolorosa. Lo que se ve amenazado, no tiene por qué ser nuestra seguridad física. Podría ser cualquier aspecto relativo a nuestro bienestar, nuestra seguridad afectiva, económica, o nuestra propia identidad.
En la ansiedad flotante no hay milano en el horizonte, no identificamos fácilmente la amenaza que la origina. La ansiedad es latente, se manifiesta en cualquier momento, no estando sujeta a un detonante claro. Nos cuesta observar en qué momento comenzamos a sentirnos ansiosos. Los síntomas son muy variables, encontramos con frecuencia una sensación de inseguridad y nerviosismo, a menudo con presión en pecho o nudo en garganta, tensión muscular, sudoración, vértigos, mareos, cefaleas, molestias gástricas o palpitaciones.
¿Una cuestión de rasgos de personalidad?
La ansiedad flotante refiere un estado que puede ser más o menos persistente. Lejos de la ansiedad aguda, de ese susto que implica una activación explícita ante lo concreto, en este caso el estado de hiperactividad se activa de manera paulatina y tiende a mantenerse de forma sostenida. No tiene por qué componer un rasgo de personalidad. Es decir, no es propio de personas tímidas, vulnerables o huidizas y puede afectar a otras fuertes y aguerridas.
La angustia flotante ha sido mayormente relacionada con el trastorno de ansiedad generalizada (TAG), aunque puede aparecer en el curso de otros trastornos y en personas «sanas», o no sujetas a un diagnóstico. En el TAG encontramos un patrón ansioso que se caracteriza por la intolerancia a la incertidumbre, una tendencia a la preocupación, a magnificar los problemas y a la evitación excesiva de los mismos. Más que signos indicativos de patología psicológica, parecen lugares comunes del tiempo en que vivimos. No debemos olvidar que la casuística y vivencia de la ansiedad varía de persona a persona. Cada uno construye sus propios miedos y experimenta sus consecuencias de una forma particular e intransferible. Sin embargo, en consulta, encontramos algunos rasgos comunes.
Aquellos con escasa tolerancia a la incertidumbre tienden a anticipar problemas en contextos de duda; a priori, es una tendencia humana y útil en muchos casos. Cuando no sabemos cómo será el curso de los acontecimientos, contemplar que la cosa se tuerce puede hacer que nos preparemos para varios escenarios. El problema está en la rumiación y vigilancia excesiva, cuando en nuestra cabeza aparecen múltiples “y si…” que anticipan contratiempos, fracasos o desgracias ante la más nimia falta de certitud. Así, sufrimos al hacer unas lentejas por primera vez, al cambiar de peluquero o llevar el coche al taller. Se trata de un malestar estéril, no ligado a la acción, que pocas veces repercute en una mejor preparación ante la vicisitud temida.
Otro factor vinculado es la querencia al control. El control nos hace permanecer atentos y vigilantes. Cualquier entorno o aspecto que percibimos variable o sobre el que tenemos una capacidad de impacto limitado, sea amenazante o no, genera estrés. Así sufrimos cuando sentimos que no somos dueños de nuestros pensamientos o emociones, o de las ajenas. Necesitamos saber qué va a pasar, agendamos cada evento con pulcritud para prevenir el olvido, examinamos repetidamente la previsión del tiempo o el tráfico, u observamos con fruición el pescado en el interior del horno haciendo chupchup mientras evocamos con angustia el día en que no quedó en su punto.
La evitación excesiva del malestar, físico o emocional, también se entrevera íntimamente en esta angustia latente. Paradójicamente, desertar a toda costa de aquellas situaciones en las que prevemos sufrimiento implica magnificar su experiencia.
Y a menudo entra en juego la autoexigencia; cuando la expectativa sobre uno mismo es tan elevada que cualquier fluctuación sobre el desempeño o resultados se vive con frustración y sensación de fracaso. En estos casos ser bueno o buena no es suficiente, necesitamos brillar, ser los mejores. Ser del montón, aunque sea en una cuestión o competencia irrelevante, se vive como una ofensa a la propia identidad.
En la gestión de la ansiedad flotante es crucial identificar la amenaza. ¿Qué nos inquieta? ¿A qué tenemos miedo? Debemos exorcizar estos demonios llamándolos por su nombre. Identificar y ponderar la amenaza nos ayuda a regular nuestra respuesta emocional de manera adecuada. El conocimiento y aceptación de uno mismo son clave. Al fin y al cabo, ser consciente del problema constituye el primer paso para su solución. Acudir a un buen psicólogo ayuda.
David Martín Escudero